1. América Latina y el Caribe vivieron durante la segunda mitad del siglo XX los
tiempos del desarrollo; la modernización se transformó en discurso y presupuesto.
Proyecto agotado por los efectos sociales y ambientales que trajo consigo, es incapaz, por
su propia dinámica basada en la explotación del ser humano y la naturaleza, de mejorar o
no pauperizar las condiciones de vida de millones de personas en el continente y de no
dañar aún más la biosfera(1).
Los tiempos del desarrollo llegan a su fin. Su epílogo puede leerse en la miseria que
rodea a las ciudades más pobladas y en los humos que las cubren; se lee en las calles de
las poblaciones rurales; en los campos abandonados; en la erosión y deforestación; en
los ríos y las playas; en el rostro del migrante y de la madre soltera que vende
productos importados de manera ilegal a pocos metros de un McDonalds.
Deberíamos anunciar la llegada de los tiempos de la sostenibilidad(2), cuando al
contrario, los tiempos que llegan son, precisamente, los de la insostenibilidad: ¿cómo
llamar entonces al agotamiento de la capacidad productiva natural de los suelos, a la
pérdida de diversidad biológica y cultural, a la "desertización" de los
litorales, al desempleo crónico, a los millones de dólares que invierten los políticos
(de derecha, izquierda y centro) durante las campañas electorales, al crecimiento
sostenido de la pobreza? Modelo económico, político, urbano, agrícola, pesquero,
ganadero, educativo... no-sostenible. Mientras más riqueza se genera más riqueza se
requiere para sostenerla... en un mundo de recursos limitados y seres humanos con
aspiraciones diversas y dolores similares. No es apocalíptico anunciar el colapso del
actual modelo civilizatorio: sólo así las imaginaciones tendrán un motivo para esbozar
otras formas de producción y reproducción humana.
La pobreza, el desempleo, el comercio informal(3), la contaminación evidente
(fácilmente perceptible, vgr., el esmog), la drogadicción y el narcotráfico no son los
únicos desafíos que se presentan en la región. Surgen así diversos aspectos del
desarrollo que no reciben aún la atención que merecen.
i) La población envejece. Si bien lejos estamos de una media alarmante (como es el
caso de algunos países europeos), el número de personas mayores de 65 años crece. Esto
demandará subsidios para la atención médica y el cuidado personalizado en algunos
casos, la construcción de asilos y su mantenimiento, la generación de empleos adecuados
para las personas cuya pensión sea insuficiente (la mayoría), la creación de espacios y
eventos para la recreación y el ocio. América Latina y el Caribe serán sorprendidas por
la vejez, cuando aún no dejan de ser jóvenes.
ii) La región cada año aumenta su consumo de petróleo. Para muchos esto puede ser un
signo alentador (la región se industrializa, hay consumo), pero mirándolo a largo plazo
provoca más preocupación que alegría. El agotamiento del hidrocarburo pronosticado para
mediados del siglo XXI traerá, por una parte, el aumento de su costo, y por otra, la
necesidad de realizar la transición tecnológica que el mercado (industrias
energéticas-pospetroleras, de transporte, químicas...) indique. En menos de dos décadas
la economía global (nacionales/locales) sufrirá las consecuencias de su adicción al
petróleo. ¿Serán las pequeñas empresas -generadoras de más del 70 por ciento de los
empleos en cada país- y las administraciones municipales capaces de enfrentar el costo
del cambio industrial?
iii) Crecen las huellas ecológicas. El paso de sociedades campesinas a
urbanas-metropolitanas(5) produjo un cambio de modos de producción y reproducción
social. De sociedades relativamente autosuficientes (con baja dependencia de productos e
insumos externos) integradas a los ciclos naturales, pasamos a ser sociedades de consumo
(dependientes de productos e insumos externos) desintegradas de la naturaleza. La
industrialización, urbanización y mediatización del continente ha traído consigo
patrones productivos-reproductivos que tienen un impacto negativo en los ecosistemas,
agrosistemas y sistemas pesqueros. Somos sociedades que demandan cada vez mayor energía,
agua y madera para "funcionar", generamos más contaminantes y residuos
industriales y domésticos y modificamos negativamente la calidad de los suelos y mantos
acuíferos. Más allá del calentamiento global, el problema ecológico debe mirarse como
una autoesterilización biorregional: al alterar o destruir los ciclos naturales nos
volvemos incapaces de autorreproducirnos, destruimos los recursos que nos permiten
sobrevivir, aumentamos nuestra dependencia.
iv) Mala alimentación. Las revoluciones agrícolas y biotecnológicas del siglo XX
aparentemente trajeron beneficios a corto plazo, pero las consecuencias comienzan a
hacerse evidentes. Plaguicidas, herbicidas, fertilizantes químicos y productos
transgénicos alteran la diversidad biológica que permite la vida en la Tierra y pone en
riesgo la salud del que ingiere los alimentos producidos por ellos. A la desnutrición,
malnutrición y sobrenutrición habrá que agregar el problema de "alimentarse"
con productos vegetales y no vegetales contaminados con sustancias tóxicas y/o
genéticamente alterados. Ingerir determinado número de calorías ya no garantiza vivir
sano. Otra revolución agrícola -alimentaria en general si consideramos el impacto de la
industria pesquera y ganadera- es urgente.
Los problemas arriba mencionados son asuntos públicos, demandan la intervención del
Estado (esa organización humana que vigila el bienestar común), es decir, subsidios,
fiscalización, regulación, asesoramiento. Sin embargo, la problemática esbozada
requiere de otro Estado, más allá del benefactor y, por supuesto, del capitalista.
La región no superará su coyuntura destinando más gasto en salud y educación. Si
bien la inversión debe hacerse, más camas de hospital y computadoras en las aulas, más
médicos por familia y profesores de inglés no garantizan el bienestar social. La crisis
ecológica produce la crisis del Estado benefactor. El desafío no sólo es una mayor
cobertura del sistema de salud y la tecnologización de la educación, sino una población
sana capaz de reflexionar sobre la importancia de esto, de reproducirse sin atentar contra
las interrelaciones biológicas y sociales que permiten la vida. El nuevo paradigma es la
Ecología Humana, no el crecimiento económico sostenible.
2. La lógica del Estado contemporáneo (capitalista) no es atender las demandas de la
población sino crear las condiciones que permitan la reproducción y apropiación del
capital (natural, social, cultural, humano, financiero). Lo ecológico no entra en su
lógica, lo social y cultural la entorpecen; lo importante es el comercio, el consumo. Un
Estado popular desmantelado, un Estado benefactor no consolidado, un Estado capitalista
ciego y sordo... Los desafíos demográficos, energéticos, ecológicos y alimentarios
demandan un rescate de lo político y de las instituciones encargadas de vigilar el bien
común.
Tiempos sostenibles bosquejan una sociedad ecológica. Podremos hablar de
poscapitalismo cuando se valore más, por ejemplo, no contaminar que echarse un dólar
más al bolsillo. Una sociedad ecológica no es aquella en donde lo natural (especies
animales y vegetales) tiene más importancia que lo humano; en ella lo humano se entiende
como parte de la naturaleza, como un elemento capaz de producir su destrucción o
autorreproducción: de criticar sus estilos de vida y corregirlos. Una sociedad ecológica
es una sociedad reflexiva. Este tipo de sociedad requiere un Estado ecológico.
Si en una sociedad capitalista lo importante es la reproducción del capital, en una
sociedad ecológica la conservación y generación de ciclos naturales y sociales que
permitan la vida es lo esencial. Hablamos de sistemas de producción, distribución,
consumo, organización, creatividad y discusión que superen el consumismo, la
cosificación de todo lo que existe.
Una sociedad ecológica traerá consigo ajustes en los sistemas productivos: muchas
industrias deberán disminuir su producción, parar temporalmente o, incluso, desaparecer.
Es necesario por lo tanto generar otras actividades -no sólo productivas sino educativas,
culturales y recreativas.
Estos ajustes conllevarán a una nueva valoración de los espacios locales: lo
importante ya no será únicamente el crecimiento económico de las empresas, sino la vida
de la comunidad. Tiene sentido plantear la búsqueda de autosuficiencia alimentaria y
elaboración local/regional de diversos productos para el hogar y los talleres locales y
microindustrias. Al colocar al capital como elemento y no como destino del sistema social
el trabajo se redefine: adquiere valor por sí mismo. La transición industrial y el
reforzamiento de las capacidades comunitarias exigirán subsidios. Esto que suena absurdo
para la lógica neoliberal es impostergable para la racionalidad socioecológica. Es aquí
donde debe erigirse la figura de un Estado ecológico, promotor y garante del cambio
industrial, el cual no sólo deberá proteger los recursos naturales y humanos que
permitan la reproducción social, sino fomentar las actividades productivas y reflexivas
que no pongan en riesgo esa reproducción.
La utilización de tecnologías no petroleras (solares, eólicas), el cambio de los
patrones de consumo y la producción de alimentos libres de sustancias tóxicas y
alteraciones genéticas son parte del proyecto ecosocial; por otra parte, al valorarse la
autorreproducción comunitaria sobre lo productivo-comercial todos los grupos etarios
tienen la posibilidad de participar.
Un ejemplo de proyecto ecosocial serían los huertos orgánicos comunitarios. Con
relación a los problemas citados anteriormente, se presentarían los siguientes
beneficios: 1) No sólo serían un espacio de trabajo para ancianos, permitirían asimismo
la integración de jóvenes y cesantes, ya que para trabajar en ellos no se requiere de
intensos y costosos programas de capacitación. 2) La principal fuente de energía en la
agroecología es el Sol; al no requerir insumos químicos y ser intensiva en mano de obra
se libera de la dependencia petrolera. 3) Como no utiliza pesticidas y otras sustancias
tóxicas, la agricultura orgánica no contamina suelos y mantos acuíferos, además, al
promover el policultivo favorece la conservación de la biodiversidad. La huella
ecológica de los grupos que practican la agroecología se disminuye, es más, el ser
humano tiene una influencia positiva sobre la biosfera. 4) Los alimentos producidos en
estos huertos son "naturales", no sufren las alteraciones que la industria
alimentaria convencional genera y justifica por motivos comerciales.
¿Son los proyectos productivos de pequeña escala, las prácticas agroecológicas, la
pesca artesanal, la reorientación de lo económico a lo local y microbiorregional
soluciones a la crisis socioambiental? ¿Cuántos de los problemas que hoy sufrimos como
sociedad son consecuencia de nuestra incapacidad de ver los círculos viciosos en los que
hemos caído?
3. Una sociedad ecológica no sólo exige un replanteamiento del Estado sino de las
ciencias en general y de las ciencias sociales en particular. ¿Cómo afecta esto a la
antropología? Una visión del ser humano que trascienda el homo oeconomicus
debe ser planteada. El ethos solidario-ecológico poco valorado en los tiempos del
desarrollo(5) ocupa en el nuevo proyecto un lugar central.
Un proyecto antropológico ecosocial supera los estudios de la antropología
ecológica: más allá de estudiar cómo el medio natural determina los estilos de vida de
los grupos humanos o las relaciones entre las culturas y la naturaleza, se abre un
proyecto de búsqueda y difusión de experiencias socioecológicas en espacios rurales y
urbanos (sistemas organizacionales, imaginarios colectivos).
Una antropología poscapitalista deberá concentrarse en las experiencias que superen,
a partir de una postura crítica, la dinámica del capital, es decir, proyectos que
interpongan el valor de uso al valor de cambio, la racionalidad sustantiva a la
instrumental, la comunidad al mercado, lo local cotidiano a lo global efímero. Una
antropología que supere las modas regresando a los modos.
No estamos ante una antropología explicativa (que sólo busque los porqués) o
interpretativa (los qué dijo), sino política: no sólo es relevante estudiar los
sentidos (significaciones) que sustentan la reproducción ecosocial, sino generarlos. Una
antropología política por su sentido proyectivo y prospectivo: la sociedad ecológica es
la utopía.
Esta sociedad demanda unas ciencias sociales que superen la interdisciplinariedad: el
reto para ellas no consiste en trabajar entre sí, sino en cruzar las fronteras
científicas. Debemos hablar no sólo de multidisciplinariedad sino de
transdisciplinariedad: la reflexión sobre la cultura, la sociedad, la mente, la
economía, la historia de los lugares debe ser parte de los profesionistas directamente
vinculados con la producción, reproducción y vida cotidiana de las comunidades.
Médicos, arquitectos, abogados, administradores, ingenieros, profesores, etc., afectan
los cuerpos, espacios y organizaciones de las personas. Las relaciones y situaciones que
determinan el habitar no son fortuitas.
Si bien las ciencias sociales en su crítica epistemológica han sido capaces de verse
a sí mismas, las profesiones "liberales" deben autoobservarse: ser conscientes
del peso de sus decisiones. Un mundo más humano requiere de imaginarios que rescaten al
ser humano. Una sociedad ecológica será fruto de procesos reflexivos y de toma de
decisiones.
Sociólogos, antropólogos, psicólogos, economistas, historiadores, deben salir de sus
herméticas discusiones y regresar al ser humano, a sus actividades mentales, sociales y
culturales, a las interrelaciones que las permiten. Deben dialogar con los no
científicos.
La revolución pendiente en las ciencias sociales -y por lo tanto de la antropología-
no es tecnológica, ni metodológica, ni epistemológica: es social. Hacer de la ciencia
algo accesible para todos, no de unos cuantos; que los conocimientos y pensamientos
acumulados sean patrimonio de la humanidad. De esta manera la vivienda, la educación y la
salud serán poscapitalistas. Sólo entonces podremos hablar de un mundo moderno y,
quizás, posmodernizado: solidario y ecológico.
Notas